LOS CREYENTES TAMBIÉN LLORAN
Dr.
Pablo Martínez Vila
Pensamiento
cristiano.com
«Tampoco
queremos, hermanos, que... os entristezcáis como los otros que no tienen
esperanza» (1 Ts. 4:13)
«
¿Puede llorar un creyente? ¿No es ello expresión de una fe pobre? ¿Cuál es la
reacción correcta de un cristiano durante el luto?» Estas preguntas, muy
frecuentes, reflejan la confusión existente en un tema que tiene muchas
repercusiones prácticas en la vida de fe. Por ello necesitamos conocer qué dice
la Palabra de Dios al respecto.
Cuando
el creyente pierde a un ser querido, tiene muchos motivos de consuelo. Sabe que
Cristo ha cambiado el sentido de la muerte, que ya no es el final de todo sino
la transición a una vida «mucho mejor» (en palabras de Pablo). Sabe que la
resurrección de Cristo nos da una esperanza firme de que volveremos a
encontrarnos en «cielos nuevos y tierra nueva». Son muchas las promesas que
mitigan la desesperación del creyente en los momentos de luto.
Sin
embargo, a pesar de los numerosos motivos de esperanza y del consuelo de la fe,
ni aun el más fuerte de los santos puede evitar el dolor de la separación
cuando pierde a un ser querido. Esta fue la experiencia del mismo Señor cuando,
ante la tumba de Lázaro, lloró abiertamente. Las lágrimas de Jesús por la
muerte de su amigo son altamente reveladoras. Nos enseñan varias lecciones
esenciales para entender el proceso del duelo y «llorar con los que lloran» de
forma adecuada:
La
muerte no es algo natural, sino todo lo contrario: es un hecho antinatural
porque no fuimos creados para morir, sino para vivir. Está lejos del plan
original de Dios al crear al ser humano. La muerte es «normal» en el sentido
que afecta a todos, es una experiencia universal; pero es antinatural y
repulsiva en su misma esencia. La Palabra de Dios nos define la muerte
claramente como un enemigo, «el último enemigo». Por ello siempre nos costará
aceptar algo que va en contra de la imagen Dios en nosotros, en contra de este
sello de eternidad del que nos habla el autor de Eclesiastés: «Ha puesto
eternidad en el corazón de ellos» (Ec. 3:11).
Lo
natural es el dolor ante la muerte. De lo expuesto anteriormente se deduce que
nuestra reacción espontánea ante la muerte sea de dolor y de rechazo. ¡Esto sí
que es natural! Aquí es donde empezamos a entender que los creyentes también
lloran. Lloramos porque el trauma de la separación, en sí mismo, es idéntico al
del no creyente. La esperanza firme en una vida nueva con Cristo no detiene de
forma automática las lágrimas. La Biblia es muy realista cuando nos narra de la
manera más natural el duelo de grandes siervos de Dios, desde los patriarcas
hasta los ancianos de la iglesia de Éfeso.
De ellos nos dice Lucas que «hubo gran llanto
de todos; y echándose al cuello de Pablo le besaban, doliéndose en gran manera
por la palabra que dijo de que no verían más su rostro» (Hch. 20:37-38).
La
fe cambia la naturaleza de nuestras lágrimas. Después de todo lo dicho, sería
erróneo concluir que el duelo de un creyente es igual al de la persona sin una
fe personal en Cristo. ¡En absoluto! La fe cambia profundamente la forma de
llorar. Lloramos, sí, pero lloramos de manera diferente, lloramos con
esperanza. Porque hay dos «tipos» distintos de lágrimas: las que surgen de un
corazón desasosegado, destrozado por la desesperanza de ver en la muerte el
final de todo. Son lágrimas vacías, o quizás podríamos parafrasear a Hemmingway
en uno de sus escritos, diciendo que son lágrimas «llenas de nada». Pero
también hay lágrimas que coexisten con la serenidad y la paz de saber que la
muerte no sólo no es el final, sino que es precisamente el comienzo de todo.
Son lágrimas llenas de esperanza. Brotan de la mejilla de aquel que cree
firmemente en la victoria de Cristo sobre la muerte en la cruz.
¿Cómo
hay que llorar entonces?
El
apóstol Pablo, en el pasaje que encabeza este escrito, alude a estas dos formas
distintas de llorar: con o sin esperanza. Ahí radica la clave para un duelo
adecuado, propio de un creyente, un duelo que, en palabras de J. Packer,
«santifique a Dios». Porque podemos santificar a Dios en todas nuestras
actitudes y experiencias, desde las más gozosas hasta las más tristes.
Vamos,
por tanto, a analizar seguidamente de qué maneras prácticas podemos expresar
este duelo con esperanza. ¿Cómo conseguir el equilibrio entre el dolor natural
y la serenidad de la fe? Para ello consideraremos un ejemplo bíblico, Esteban,
el primer mártir de la Iglesia Primitiva. Aunque no se trate de un caso de
duelo en sentido estricto, la forma como afrontó la muerte este gran hombre de
fe nos marca el camino a seguir. Lo hemos escogido como modelo porque en su
martirio Esteban llevó a su máxima expresión tres actitudes que todo creyente
debería manifestar ante la muerte:
Sin
amargura. Esteban tenía muchas razones para sentir odio hacia los que le
apedreaban de manera tan brutal como injusta. Podía haber muerto maldiciendo a
sus enemigos o incluso acusando a Dios con amargura por su «silencio» y su
lejanía en la hora de la muerte. Esta reacción habría sido perfectamente
comprensible ante una multitud de personas que «se enfurecían en sus corazones
y crujían sus dientes contra él» (Hch. 7:54). Lejos de ello, reparemos en las
últimas palabras de Esteban momentos antes de expirar: «Y puesto de rodillas,
clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta su pecado. Y habiendo dicho
esto, durmió» (Hch. 7:60).
Con
paz. «Entonces todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos
en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch. 6:15). Le acababan de
acusar con calumnias graves (Hch. 6:11-12) que implicaban una muerte segura.
Este complot para quitarle la vida se originó en la intensa envidia de los
supuestos líderes religiosos del momento: «Pero no podían resistir a la
sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch. 6:10). Sin embargo, aun en medio
de esta turba malvada y sin escrúpulos, Esteban mostró tal serenidad y sosiego
de espíritu que la gente alrededor descubrió algo singular, excepcional en este
varón de Dios: su rostro era como el rostro de un ángel. La pregunta es inevitable:
¿cómo puede un hombre en estas trágicas circunstancias tener una paz tan
profunda?
La respuesta está en la fe.
Con
fe. En tiempos de aflicción, la fe nos hace alzar la vista al cielo: «Pero
Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria
de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios. Y dijo: He aquí veo los
cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hch.
7:55-56). Si Esteban hubiese centrado su atención en los que le calumniaban y en
la injusticia tremenda que sufría, casi seguro que habría reaccionado de modo
diferente. Pero había aprendido una lección que es vital en momentos de
tribulación y en especial a la hora de afrontar la muerte: la fe mira hacia
arriba, no hacia abajo. Esta fue la experiencia de Moisés, quien por la fe «se
sostuvo como viendo al Invisible» (He. 11:27). Uno de los peores enemigos en el
sufrimiento es la autocompasión. La autocompasión suele ser el resultado de un
exceso de introspección, mirar demasiado dentro de uno mismo. Y el exceso de
introspección, a su vez, lleva a la desesperación: « ¡Pobre de mí, qué injusto
es esto!». En el duelo es necesario mantener el equilibrio entre una
auto-observación ponderada –mirar dentro de mí me permite entender qué me pasa-
y mirar hacia arriba donde está sentado Aquel que provee «la esperanza puesta
delante de nosotros, la cual tenemos como segura y firme ancla del alma». Los
que son capaces de asirse de esta esperanza, «tendrán un fortísimo consuelo»
(He. 6:18-19).
La
Biblia, no obstante, es muy realista. Después de la muerte de Esteban hay un
hecho que no debe pasarnos desapercibido: la reacción de luto de los
discípulos. «Y hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran
llanto sobre él» (Hch. 8:2). ¿Por qué tenían que llorar si su amado hermano
estaba con el Señor? ¿Acaso la gloriosa visión del cielo que Esteban acababa de
tener no era una confirmación de su fe? ¿Acaso la reciente resurrección de
Jesús, con sus posteriores apariciones, no estaba fresca en su memoria?
Entonces, ¿por qué lloraban? La fe no excluye el duelo. La reacción de llanto
de los discípulos era normal y necesaria. «Hay un tiempo para todo y todo lo
que se quiere debajo del cielo tiene su hora» dijo el autor del Eclesiastés.
Ante la muerte hay un tiempo para la expresión robusta de la fe, como hizo
Esteban; pero también hay tiempo para llorar. Las lágrimas no son señal de una
fe débil. Son la muestra de que el lado más duro de la muerte –la separación-
ha tocado la fibra más sensible del corazón humano.
«Bienaventurados
los que lloran, porque ellos recibirán consolación»
No
podemos olvidar, al concluir, estas palabras del Señor, claras y rotundas,
pronunciadas como parte de las Bienaventuranzas del Sermón del Monte. En
realidad, contiene la mejor respuesta a aquellos creyentes que piensan,
erróneamente, que llorar no es propio de un cristiano maduro. En esta
afirmación encontramos varias implicaciones prácticas muy alentadoras en
tiempos de aflicción. El Señor Jesús nos enseña que:
El
hecho de llorar es algo natural, lo da por supuesto. No necesita justificar su
afirmación ni dar explicaciones. Así de simple: las lágrimas son la forma más
natural y sencilla de expresar el duelo. Jesús no reprende a los que lloran,
sino que ¡los llama bienaventurados, felices!
Llorar
no sólo no es negativo, sino que se considera deseable. Viene incluido en una
lista de cualidades positivas del carácter tales como la mansedumbre, la pureza
de corazón o el ser pacificador.
El
duelo, llorar, no es incompatible con la «bienaventuranza» o felicidad en el
sentido bíblico. Podemos estar muy afligidos por la muerte de un ser querido y,
al mismo tiempo, conservar la actitud de serenidad y de paz que tuvo Esteban.
Esta
felicidad del afligido es algo más profundo que un sentimiento; es la
convicción de que nada ni nadie, «ni la muerte... ni lo presente ni lo por
venir nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús» (Ro. 8:38-39).
La
felicidad del afligido viene del hecho de que recibirá consolación. Esta promesa
de consuelo es la llave que cambia algo negativo a primera vista –las lágrimas-
en una bendición.
Por
tanto, aun en medio del luto, el creyente se considera bienaventurado. Es
verdad que duele por un tiempo, y a veces duele mucho, porque el dolor de la
muerte es universal. Pero el duelo tiene fecha de caducidad. El creyente llora,
sí, pero llora «feliz» –bienaventurado- porque es capaz de contemplar la muerte
desde una óptica totalmente distinta. Vislumbra el otro lado de la muerte,
aquella perspectiva luminosa de una vida con Cristo para siempre «quien
enjugará toda lágrima de los ojos y donde no habrá más muerte, ni llanto, ni
clamor ni dolor, porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:3-4). Llora con
esperanza; vive consolado.
Recibe una Bendición y un Saludo de Tú Amigo
Dios Oye.
Centro Cristiano “Cristo es la Puerta”
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