viernes, 3 de octubre de 2014

MÁS VIVE CRISTO EN MÍ

MÁS VIVE CRISTO EN MÍ
Fuente: Faustino de Jesús Zamora Vargas
Congregación León de Judá
Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. Gálatas 2:20
En mi corazón he atesorado Tu palabra, para no pecar contra Ti. Salmos 119:11
Somos de Cristo. Asumimos que Cristo está en nosotros y aviva nuestro espíritu, pero la carne (la filosofía de hacerlo a mi manera y no a la manera de Dios) coloca trampas, el hombre pone tropiezos, el corazón se endurece como piedra y en un corazón de piedra es imposible atesorar la palabra de Dios. El Cristo que se entregó por mí no puede habitar en un pedregal. ¿En qué momento has muerto en Cristo para que Él pueda vivir en ti?
Si el cristiano no muere a su vida pasada (a su egoísmo, su egocentrismo, a su egolatría), Jesús no tiene cabida en su corazón. Él transforma el corazón más duro, pero eso sí, algo tiene que morir para que Él se glorifique y pueda “acorazonizar” en la pista de nuestro “Corazón puerto”. Si no lo cree así, pregúntele a Lucas lo que le pasó a Pablo en el camino a Damasco. Si Pablo murió a sus odios y a su celo religioso al reconocer la voz del Señor y rendirse a sus pies; ¿por qué nosotros no acabamos de morirnos en la cruz para que Jesús viva y reine soberanamente en todo nuestro ser?
Estoy seguro que Jesús ha abierto en tu vida unos cuantos jordanes para que llegues a la otra orilla (la orilla de la gracia) casi intacto. Y no acabas de morir porque le temes a tu propio funeral; temes abandonar de un plumazo las pasiones de tu carne, temes a la pérdida de posesiones y ventajas, tiemblas a la sola idea de contar únicamente con las misericordias de Dios para tu sostén. ¿Y entonces? Nada. Haces culto al antagonismo de una vida cristiana permeada de puro dualismo: al frío o caliente, a la alabanza o la tristeza, a la depresión o a la ansiedad, al banco de la iglesia o a la búsqueda de la gloria de Dios fuera de sus paredes… a la carne o al Espíritu.
El viejo hombre y la naturaleza que soporta el orgullo, el engreimiento y la pedantería tienen que morir con Cristo en la cruz para que opere la resurrección a una nueva vida. Lucas y el apóstol Pedro arrojan luz sobre nuestra porción en la nueva naturaleza: “…Él nos ha concedido sus preciosas y maravillosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a ser partícipes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo por causa de los malos deseos. (2 P 1.4)
Según Pedro, si hemos escapado de la corrupción del mundo por los malos deseos y pasiones, entonces somos partícipes de la propia naturaleza de Dios.
Aclaro: sólo somos partícipes, pero no somos Dios; más algo viejo, antiguo, detestable y profano debe haber muerto en el corazón para que Dios nos conceda tan grande privilegio.
A propósito de Lucas, él aclara bien el asunto para que no nos jactemos ni un tilín, recreándonos en el libro de Hechos la experiencia de Pablo en Atenas: “Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Naturaleza Divina sea semejante a oro, plata o piedra, esculpidos por el arte y el pensamiento humano. (Hechos 17.29).
En realidad, la cruz debe haber sido el final consumado de todo lo que éramos como pecadores perniciosos. Se trata de estar “muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro 6:11). Dios, quien todo lo ve, contempló la crucifixión de nuestra carne cuando Jesús murió en la cruz. Y entonces operó la resurrección a la nueva vida en Cristo (sin muerte no hay resurrección) y ya no es mi vida, sino la de Cristo. Sí Señor, ya no eres tú, sino Él y debemos dejar que la nueva vida en Cristo sea expresada en mí. El viejo “yo”, ya no lo es más, sino Cristo viviendo en mí.
Un poeta de mi pueblo escribió hace algunos años una hermosa Elegía, cuyos versos finales decían:
“Hay muertos que, aunque muertos, no están en sus entierros;
¡Hay muertos que no caben en las tumbas cerradas y las rompen, y salen, con los cuchillos de sus huesos, para seguir guerreando en la batalla…!”
Así pienso del cristiano que decide morir para resucitar en Cristo y seguir peleando, contra viento y marea, la necesaria batalla de la fe.

Recibe una Bendición y un Saludo de Tú Amigo Dios Oye.
Centro Cristiano “Cristo es la Puerta”



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