MI
DIOS ES SANIDAD
Fuente: Milagros García Klibansky
Congregación León de Judá
Pues, ¿de qué le sirve a un
hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se destruye o se pierde? Lucas
9:25
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No hay hombre que tenga
potestad para refrenar el viento con el viento, ni potestad sobre el día de
la muerte. No se da licencia en tiempo de guerra, ni la impiedad salvará a
los que la practican. Eclesiastés 8:8
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El primer paso para
poder sanar una enfermedad es reconocerse como un enfermo. Sólo entonces
buscaremos alguien capacitado que nos indique qué hacer. Para ello han sido
creados los medicamentos, mas, si no los tomamos, no surtirán ningún efecto.
Podemos tener un arsenal de medicamentos, que si no decidimos tomarlos, es como
si no tuviéramos nada.
Contrastando con
esto, conozco personas que toman una cantidad de medicamentos
indiscriminadamente, sin prescripción facultativa, sólo porque leyeron, les
dijeron o suponen que son buenos para la salud y cuidan su cuerpo al punto de
rendirle culto.
Con la sanidad
espiritual sucede lo mismo, si no reconocemos que somos pecadores, no podremos
sanar el espíritu; nadie que piense que está espiritualmente sano buscaría sanidad,
pero cuando nos damos cuenta que nuestro espíritu desfallece por el pecado,
entonces vamos a la consulta del Médico Divino en busca de una solución
definitiva a nuestro padecer.
Sanar el espíritu es
mucho más importante que sanar el cuerpo. ¿De qué le vale al hombre tener un
cuerpo sano cuando su alma está en estado de descomposición?
Cuando nuestro
espíritu está enfermo, todas las vanidades del mundo no logran menguar la
tristeza que sentimos en el corazón, puede tener el hombre el mundo, que si no
tiene a Dios, no tiene nada. El gozo que da la convicción de su presencia en
nuestra vida, no es comparable a la riqueza material que este mundo pueda
ofrecer.
Ninguna medicina
creada por el hombre puede sanar nuestro espíritu, nuestra medicina es otra y no
podemos asirla con las manos sino con el corazón, nuestro médico es el Espíritu
Santo de Dios obrando en nuestra vida.
Entristecerse no es
pecado, como algunos quieren hacer ver. Si seguimos la trayectoria de Jesús lo
podemos ver llorando ante la tumba de un amigo y en Getsemaní confesando a sus
discípulos que su alma estaba triste “Hasta la muerte” (Mat 26.38, Mar 14.34).
Tal fue su tristeza, que un ángel tuvo que acudir a consolarlo.
¡Claro que sentimos
tristeza, no somos masoquistas! No ofendemos a Dios cuando sentimos dolor, lo
ofendemos cuando en medio del dolor no somos capaces de buscarle y tratamos de
luchar infructuosamente con nuestras propias fuerzas para sanar las heridas
ignorando que Él es el único bálsamo que sana y no deja cicatriz.
Cuando el mundo nos
ve afligidos, lo primero que se preguntan es ¿dónde está el Dios de ellos? No
pueden entender que está a nuestro lado siempre pues nos ven distraídos
rebuscando en nuestras propias soluciones, incapaces de sentir su presencia,
porque nos hemos apartado del camino, mientras Él, inmutable, permanece con sus
manos extendidas para, con solo un toque, darnos sanidad.
Lectura sugerida: Sal 107.20
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